El miedo es una de las emociones primarias y todos nosotros lo experimentamos. Es adaptativo y muy valioso, aunque no nos resulte agradable. Tiene una función de supervivencia, y busca que reaccionemos y nos protejamos de forma rápida cuando percibimos un peligro (real o imaginario). El miedo nos generará problemas cuando su intensidad no se corresponda con la amenaza, nos aísle o impida hacer actividades importantes de nuestro día a día.
¿Y los miedos infantiles?
Aparecen a lo largo de la infancia y tienden a disminuir, cambiar y desaparecer con el paso del tiempo, por factores madurativos, las experiencias que tenemos (y que nos ayudan a “desmontar” esos miedos) e incluso las demandas de nuestro ambiente.
En los primeros meses de vida nos encontramos el miedo a los ruidos fuertes o a perder el soporte de nuestras figuras de apego. Acercándonos al año de vida, tememos a las personas extrañas o a objetos que aparecen por sorpresa. A los 2 años podemos encontrarnos el miedo a los animales, la oscuridad, lo desconocido, ruidos fuertes... A los 3-4 años, puede aparecer el temor a los fantasmas y otros monstruos o a fenómenos naturales. Entre los 5 y 9 años, experimentan temor a cuestiones como los médicos o la muerte, seres sobrenaturales, a estar solos o miedos relacionados con hechos e información que reciben de su entorno. A medida que nos acercamos a la adolescencia, aparece el miedo al ridículo, a los exámenes, a no ser aceptado, la soledad…
Como con cualquier otra emoción, el primer paso será siempre legitimar y validar cómo se sienten, creando un entorno en el que los más pequeños se sientan cómodos para contar qué les ocurre. En el proceso de entender y superar sus miedos necesitarán nuestra ayuda, y deberemos fomentar su autonomía y autoestima.
Los miedos evolutivos no deben ser motivo de alarma, pero si se vuelven excesivamente intensos, persisten en el tiempo, afectan a su día a día y no saben cómo manejarlos, será conveniente consultar con un profesional.